lunes, 10 de febrero de 2020

DEBIDO A SU GRAN IMPORTANCIA, LES PARTICIPO LA PARTE DE LA ENCÍCLICA PAPAL DENOMINADA "HUMANAE VITAE" EN LA PARTE QUE SE DENOMINA PATERNIDAD RESPONSABLE.

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CARTA ENCÍCLICA
HUMANAE VITAE
DE S. S. PABLO VI

A LOS  VENERABLES HERMANOS LOS PATRIARCAS,
ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA,
AL CLERO Y A LOS FIELES DEL ORBE CATÓLICO
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD,
SOBRE LA REGULACIÓN DE LA NATALIDAD

Venerables hermanos y amados hijos,
salud y bendición apostólica.
La transmisión de la vida
1. El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias. 
En todos los tiempos ha planteado el cumplimiento de este deber serios problemas en la conciencia de los cónyuges, pero con la actual transformación de la sociedad se han verificado unos cambios tales que han hecho surgir nuevas cuestiones que la Iglesia no podía ignorar por tratarse de una materia relacionada tan de cerca con la vida y la felicidad de los hombres. 
I. Nuevos aspectos del problema y competencia del magisterio 
Nuevo enfoque del problema
2. Los cambios que se han producido son, en efecto, notables y de diversa índole. Se trata, ante todo, del rápido desarrollo demográfico. Muchos manifiestan el temor de que la población mundial aumente más rápidamente que las reservas de que dispone, con creciente angustia para tantas familias y pueblos en vía de desarrollo, siendo grande la tentación de las autoridades de oponer a este peligro medidas radicales. Además, las condiciones de trabajo y de vivienda y las múltiples exigencias que van aumentando en el campo económico y en el de la educación, con frecuencia hacen hoy difícil el mantenimiento adecuado de un número elevado de hijos.
Se asiste también a un cambio, tanto en el modo de considerar la personalidad de la mujer y su puesto en la sociedad, como en el valor que hay que atribuir al amor conyugal dentro del matrimonio y en el aprecio que se debe dar al significado de los actos conyugales en relación con este amor.
Finalmente, y sobre todo, el hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en el dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza, de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social y hasta las leyes que regulan la transmisión de la vida. 
3. El nuevo estado de cosas hace plantear nuevas preguntas. Consideradas las condiciones de la vida actual y dado el significado que las relaciones conyugales tienen en orden a la armonía entre los esposos y a su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos? 
Más aún, extendiendo a este campo la aplicación del llamado "principio de totalidad", ¿no se podría admitir que la intención de una fecundidad menos exuberante, pero más racional, transformase la intervención materialmente esterilizadora en un control lícito y prudente de los nacimientos? Es decir, ¿no se podría admitir que la finalidad procreadora pertenezca al conjunto de la vida conyugal más bien que a cada uno de los actos? Se pregunta también si, dado el creciente sentido de responsabilidad del hombre moderno, no haya llegado el momento de someter a su razón y a su voluntad, más que a los ritmos biológicos de su organismo, la tarea de regular la natalidad. 
Competencia del Magisterio
4. Estas cuestiones exigían del Magisterio de la Iglesia una nueva y profunda reflexión acerca de los principios de la doctrina moral del matrimonio, doctrina fundada sobre la ley natural, iluminada y enriquecida por la Revelación divina. 
Ningún fiel querrá negar que corresponda al Magisterio de la Iglesia el interpretar también la ley moral natural. Es, en efecto, incontrovertible —como tantas veces han declarado nuestros predecesores [1]— que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos [2], los constituía en custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse [3].
En conformidad con esta su misión, la Iglesia dio siempre, y con más amplitud en los tiempos recientes, una doctrina coherente tanto sobre la naturaleza del matrimonio como sobre el recto uso de los derechos conyugales y sobre las obligaciones de los esposos [4].
Estudios especiales
5. La conciencia de esa misma misión nos indujo a confirmar y a ampliar la Comisión de Estudio que nuestro predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, había instituido en el mes de marzo del año 1963. Esta Comisión de la que formaban parte bastantes estudiosos de las diversas disciplinas relacionadas con la materia y parejas de esposos, tenía la finalidad de recoger opiniones acerca de las nuevas cuestiones referentes a la vida conyugal, en particular la regulación de la natalidad, y de suministrar elementos de información oportunos, para que el Magisterio pudiese dar una respuesta adecuada a la espera de los fieles y de la opinión pública mundial [5].
Los trabajos de estos peritos, así como los sucesivos pareceres y los consejos de buen número de nuestros hermanos en el Episcopado, quienes los enviaron espontáneamente o respondiendo a una petición expresa, nos han permitido ponderar mejor los diversos aspectos del complejo argumento. Por ello les expresamos de corazón a todos nuestra viva gratitud. 
La respuesta del Magisterio
6. No podíamos, sin embargo, considerar como definitivas las conclusiones a que había llegado la Comisión, ni dispensarnos de examinar personalmente la grave cuestión; entre otros motivos, porque en seno a la Comisión no se había alcanzado una plena concordancia de juicios acerca de las normas morales a proponer y, sobre todo, porque habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza. Por ello, habiendo examinado atentamente la documentación que se nos presentó y después de madura reflexión y de asiduas plegarias, queremos ahora, en virtud del mandato que Cristo nos confió, dar nuestra respuesta a estas graves cuestiones.
II. Principios doctrinales
Una visión global del hombre
7. El problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Y puesto que, en el tentativo de justificar los métodos artificiales del control de los nacimientos, muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de una "paternidad responsable", conviene precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial, remitiéndonos sobre todo a cuanto ha declarado, a este respecto, en forma altamente autorizada, el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes
El amor conyugal
8. La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor [6], "el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra" [7]
El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia. 
Sus características
9. Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas. 
Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.
Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí. 
Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo.
El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera. 
Es, por fin, un amor fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. "El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres"[8].
La paternidad responsable
10. Por ello el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de "paternidad responsable" sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí. 
En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana [9].
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad. 
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido. 
La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores. 
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia [10].
Respetar la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial 
11. Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio, "honestos y dignos" [11], y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida [12].
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación 
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental. 
Fidelidad al plan de Dios
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador. En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. "La vida humana es sagrada —recordaba Juan XXIII—; desde su comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios" [13].
Vías ilícitas para la regulación de los nacimientos
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas [14].
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer [15]; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación [16].
Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande [17], no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien [18], es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda.
 Licitud de los medios terapéuticos
15. La Iglesia, en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido [19].
Licitud del recurso a los periodos infecundos
16. A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre. Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios.
Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar [20].
La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los periodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto. 

jueves, 6 de febrero de 2020

RESPONSIBLE PARENTHOOD.



DUE TO ITS GREAT IMPORTANCE I HAVE CONSIDERED  APROPIATE TO PUBLISH THE PART OF THIS ENCICLICAL RELATED TO PARENTHOOD. IT IS KNOWN AS “RESPONSIBLE PARENTHOOD”.


ENCYCLICAL LETTER
HUMANAE VITAE

OF THE SUPREME PONTIFF
PAUL VI
The transmission of human life is a most serious role in which married people collaborate freely and responsibly with God the Creator. It has always been a source of great joy to them, even though it sometimes entails many difficulties and hardships.

Responsible Parenthood

10. Married love, therefore, requires of husband and wife the full awareness of their obligations in the matter of responsible parenthood, which today, rightly enough, is much insisted upon, but which at the same time should be rightly understood. Thus, we do well to consider responsible parenthood in the light of its varied legitimate and interrelated aspects.
With regard to the biological processes, responsible parenthood  means an awareness of, and respect for, their proper functions. In the procreative faculty the human mind discerns biological laws that apply to the human person. (9)
With regard to man's innate drives and emotions, responsible parenthood means that man's reason and will must exert control over them.
With regard to physical, economic, psychological and social conditions, responsible parenthood is exercised by those who prudently and generously decide to have more children, and by those who, for serious reasons and with due respect to moral precepts, decide not to have additional children for either a certain or an indefinite period of time.
Responsible parenthood, as we use the term here, has one further essential aspect of paramount importance. It concerns the objective moral order which was established by God, and of which a right conscience is the true interpreter. In a word, the exercise of responsible parenthood requires that husband and wife, keeping a right order of priorities, recognize their own duties toward God, themselves, their families and human society.
From this it follows that they are not free to act as they choose in the service of transmitting life, as if it were wholly up to them to decide what is the right course to follow. On the contrary, they are bound to ensure that what they do corresponds to the will of God the Creator. The very nature of marriage and its use makes His will clear, while the constant teaching of the Church spells it out. (10)
Observing the Natural Law
11. The sexual activity, in which husband and wife are intimately and chastely united with one another, through which human life is transmitted, is, as the recent Council recalled, "noble and worthy.'' (11) It does not, moreover, cease to be legitimate even when, for reasons independent of their will, it is foreseen to be infertile. For its natural adaptation to the expression and strengthening of the union of husband and wife is not thereby suppressed. The fact is, as experience shows, that new life is not the result of each and every act of sexual intercourse. God has wisely ordered laws of nature and the incidence of fertility in such a way that successive births are already naturally spaced through the inherent operation of these laws. The Church, nevertheless, in urging men to the observance of the precepts of the natural law, which it interprets by its constant doctrine, teaches that each and every marital act must of necessity retain its intrinsic relationship to the procreation of human life. (12)
Union and Procreation
12. This particular doctrine, often expounded by the magisterium of the Church, is based on the inseparable connection, established by God, which man on his own initiative may not break, between the unitive significance and the procreative significance which are both inherent to the marriage act.
The reason is that the fundamental nature of the marriage act, while uniting husband and wife in the closest intimacy, also renders them capable of generating new life—and this as a result of laws written into the actual nature of man and of woman. And if each of these essential qualities, the unitive and the procreative, is preserved, the use of marriage fully retains its sense of true mutual love and its ordination to the supreme responsibility of parenthood to which man is called. We believe that our contemporaries are particularly capable of seeing that this teaching is in harmony with human reason.

Faithfulness to God's Design

13. Men rightly observe that a conjugal act imposed on one's partner without regard to his or her condition or personal and reasonable wishes in the matter, is no true act of love, and therefore offends the moral order in its particular application to the intimate relationship of husband and wife. If they further reflect, they must also recognize that an act of mutual love which impairs the capacity to transmit life which God the Creator, through specific laws, has built into it, frustrates His design which constitutes the norm of marriage, and contradicts the will of the Author of life. Hence to use this divine gift while depriving it, even if only partially, of its meaning and purpose, is equally repugnant to the nature of man and of woman, and is consequently in opposition to the plan of God and His holy will. But to experience the gift of married love while respecting the laws of conception is to acknowledge that one is not the master of the sources of life but rather the minister of the design established by the Creator. Just as man does not have unlimited dominion over his body in general, so also, and with more particular reason, he has no such dominion over his specifically sexual faculties, for these are concerned by their very nature with the generation of life, of which God is the source. "Human life is sacred—all men must recognize that fact," Our predecessor Pope John XXIII recalled. "From its very inception it reveals the creating hand of God." (13)
Unlawful Birth Control Methods
14. Therefore We base Our words on the first principles of a human and Christian doctrine of marriage when We are obliged once more to declare that the direct interruption of the generative process already begun and, above all, all direct abortion, even for therapeutic reasons, are to be absolutely excluded as lawful means of regulating the number of children. (14) Equally to be condemned, as the magisterium of the Church has affirmed on many occasions, is direct sterilization, whether of the man or of the woman, whether permanent or temporary. (15)
Similarly excluded is any action which either before, at the moment of, or after sexual intercourse, is specifically intended to prevent procreation—whether as an end or as a means. (16)
Neither is it valid to argue, as a justification for sexual intercourse which is deliberately contraceptive, that a lesser evil is to be preferred to a greater one, or that such intercourse would merge with procreative acts of past and future to form a single entity, and so be qualified by exactly the same moral goodness as these. Though it is true that sometimes it is lawful to tolerate a lesser moral evil in order to avoid a greater evil or in order to promote a greater good," it is never lawful, even for the gravest reasons, to do evil that good may come of it (18)—in other words, to intend directly something which of its very nature contradicts the moral order, and which must therefore be judged unworthy of man, even though the intention is to protect or promote the welfare of an individual, of a family or of society in general. Consequently, it is a serious error to think that a whole married life of otherwise normal relations can justify sexual intercourse which is deliberately contraceptive and so intrinsically wrong.
Lawful Therapeutic Means
15. On the other hand, the Church does not consider at all illicit the use of those therapeutic means necessary to cure bodily diseases, even if a foreseeable impediment to procreation should result there from—provided such impediment is not directly intended for any motive whatsoever. (19)
Recourse to Infertile Periods
16. Now as We noted earlier (no. 3), some people today raise the objection against this particular doctrine of the Church concerning the moral laws governing marriage, that human intelligence has both the right and responsibility to control those forces of irrational nature which come within its ambit and to direct them toward ends beneficial to man. Others ask on the same point whether it is not reasonable in so many cases to use artificial birth control if by so doing the harmony and peace of a family are better served and more suitable conditions are provided for the education of children already born. To this question We must give a clear reply. The Church is the first to praise and commend the application of human intelligence to an activity in which a rational creature such as man is so closely associated with his Creator. But she affirms that this must be done within the limits of the order of reality established by God.
If therefore there are well-grounded reasons for spacing births, arising from the physical or psychological condition of husband or wife, or from external circumstances, the Church teaches that married people may then take advantage of the natural cycles immanent in the reproductive system and engage in marital intercourse only during those times that are infertile, thus controlling birth in a way which does not in the least offend the moral principles which We have just explained. (20)
Neither the Church nor her doctrine is inconsistent when she considers it lawful for married people to take advantage of the infertile period but condemns as always unlawful the use of means which directly prevent conception, even when the reasons given for the later practice may appear to be upright and serious. In reality, these two cases are completely different. In the former the married couple rightly use a faculty provided them by nature. In the later they obstruct the natural development of the generative process. It cannot be denied that in each case the married couple, for acceptable reasons, are both perfectly clear in their intention to avoid children and wish to make sure that none will result. But it is equally true that it is exclusively in the former case that husband and wife are ready to abstain from intercourse during the fertile period as often as for reasonable motives the birth of another child is not desirable. And when the infertile period recurs, they use their married intimacy to express their mutual love and safeguard their fidelity toward one another. In doing this they certainly give proof of a true and authentic love.
Consequences of Artificial Methods
17. Responsible men can become more deeply convinced of the truth of the doctrine laid down by the Church on this issue if they reflect on the consequences of methods and plans for artificial birth control. Let them first consider how easily this course of action could open wide the way for marital infidelity and a general lowering of moral standards. Not much experience is needed to be fully aware of human weakness and to understand that human beings—and especially the young, who are so exposed to temptation—need incentives to keep the moral law, and it is an evil thing to make it easy for them to break that law. Another effect that gives cause for alarm is that a man who grows accustomed to the use of contraceptive methods may forget the reverence due to a woman, and, disregarding her physical and emotional equilibrium, reduce her to being a mere instrument for the satisfaction of his own desires, no longer considering her as his partner whom he should surround with care and affection.
Finally, careful consideration should be given to the danger of this power passing into the hands of those public authorities who care little for the precepts of the moral law. Who will blame a government which in its attempt to resolve the problems affecting an entire country resorts to the same measures as are regarded as lawful by married people in the solution of a particular family difficulty? Who will prevent public authorities from favoring those contraceptive methods which they consider more effective? Should they regard this as necessary, they may even impose their use on everyone. It could well happen, therefore, that when people, either individually or in family or social life, experience the inherent difficulties of the divine law and are determined to avoid them, they may give into the hands of public authorities the power to intervene in the most personal and intimate responsibility of husband and wife.
Limits to Man's Power
Consequently, unless we are willing that the responsibility of procreating life should be left to the arbitrary decision of men, we must accept that there are certain limits, beyond which it is wrong to go, to the power of man over his own body and its natural functions—limits, let it be said, which no one, whether as a private individual or as a public authority, can lawfully exceed. These limits are expressly imposed because of the reverence due to the whole human organism and its natural functions, in the light of the principles We stated earlier, and in accordance with a correct understanding of the "principle of totality" enunciated by Our predecessor Pope Pius XII. (21)
Concern of the Church
18. It is to be anticipated that perhaps not everyone will easily accept this particular teaching. There is too much clamorous outcry against the voice of the Church, and this is intensified by modern means of communication. But it comes as no surprise to the Church that she, no less than her divine Founder, is destined to be a "sign of contradiction." (22) She does not, because of this, evade the duty imposed on her of proclaiming humbly but firmly the entire moral law, both natural and evangelical.
Since the Church did not make either of these laws, she cannot be their arbiter—only their guardian and interpreter. It could never be right for her to declare lawful what is in fact unlawful, since that, by its very nature, is always opposed to the true good of man.
In preserving intact the whole moral law of marriage, the Church is convinced that she is contributing to the creation of a truly human civilization. She urges man not to betray his personal responsibilities by putting all his faith in technical expedients. In this way she defends the dignity of husband and wife. This course of action shows that the Church, loyal to the example and teaching of the divine Savior, is sincere and unselfish in her regard for men whom she strives to help even now during this earthly pilgrimage "to share God's life as sons of the living God, the Father of all men."
Prepared by:  Jorge Casas y Sánchez.

martes, 4 de febrero de 2020

INHABITACIÓN TRINITARIA.


Propiamente se llama "inhabitación trinitaria" al misterio por el cual la Santísima Trinidad habita en el corazón de la persona que está en gracia (es decir, sin pecado mortal).

1. Lo dice el mismo Señor: Jn 14,23: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. Y San Pablo: Ef 3,17: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Igualmente leemos en el Apóstol San Juan: 1 Jn 4,12-13, 15-16: A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.... Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él.

En algunos lugares se habla de la presencia del Hijo, en otros de la del Espíritu Santo; en otros del Padre y del Hijo. Evidentemente que el hablar de una de las divinas Personas entraña la referencia a las otras dos, pues confesamos en nuestra fe, como dice hermosamente el Símbolo Atanasiano: “la fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir ni separar las sustancias. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra también la del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad. Cual el Padre, tal el Hijo, tal también el Espíritu Santo..., etc., El que quiera salvarse, así ha de sentir de la Trinidad” (Dz 39-40).

2. Ya los Santos Padres insistieron en la presencia de Dios Trino en el alma del justo; aunque a veces sólo refiriéndose a una de las personas. Ignacio de Antioquía gustaba en llamarse “Theóforos”, portador de Dios; o también “Cristóforos”, portador de Cristo. San Ireneo frecuentemente nos recuerda que el Hijo enviado por el Padre, nos revela al Padre en nuestro interior. Los Padres Griegos enseñan comúnmente que ni los hombres ni los ángeles pueden ser justificados, santificados y deificados sino por la participación en las personas divinas. Y se podrían citar numerosísimos testimonios.

3. Los teólogos han hablado, tratando de explicar estos hermosísimos datos, de las misiones invisibles de las Personas divinas y de la inhabitación trinitaria. Las divinas personas se hacen presentes al alma por donación y misión: el Padre, al ser Principio sin principio, no puede ser enviado por nadie y, por tanto, se nos dona a Sí mismo a nosotros; el Hijo, como tiene al Padre por principio, es “enviado” (eso quiere decir “misión”) por el Padre; finalmente el Espíritu Santo, al tener como principios al Padre y al Hijo, es enviado por la primera y la segunda Personas de la Trinidad.

4. Santo Tomás explica: “Las Personas divinas no pueden ser poseídas por nosotros sino o para gozarlas (fruirlas) de modo perfecto, lo cual se da en el estado de la Gloria del cielo; o para gozarlas de modo imperfecto, lo cual se da en esta vida por la gracia santificante” (I Sent., d.14, q.2, a.2, ad 2). ¡Para que gocemos de su presencia y con su presencia y posesión! Qué impresionante y qué riqueza extraordinaria significa esto. Si cada una de las divinas Personas son nuestras ¡y para gozarlas! ¿cómo no lo será todo lo demás? ¿qué podemos temer? ¿qué nos puede faltar? De modo muy hermoso San Juan de Ávila ponía en boca de Cristo algo semejante: “Yo (soy) vuestro Padre por ser Dios, yo vuestro primogénito hermano por ser hombre. Yo vuestra paga y rescate, ¿qué teméis deudas, si vosotros con la penitencia y la Confesión pedís suelta de ellas? Yo vuestra reconciliación, ¿qué teméis ira? Yo el lazo de vuestra amistad, ¿qué teméis enojo de Dios? Yo vuestro defensor, ¿qué teméis contrarios? Yo vuestro amigo, ¿qué teméis que os falte cuanto yo tengo, si vosotros no os apartáis de Mí? Vuestro mi Cuerpo y mi Sangre, ¿qué teméis hambre? Vuestro mi corazón, ¿qué teméis olvido? Vuestra mi divinidad, ¿qué teméis miserias? Y por accesorio, son vuestros mis ángeles para defenderos; vuestros mis santos para rogar por vosotros; vuestra mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa; vuestra la tierra para que en ella me sirváis, vuestro el cielo porque a él vendréis; vuestros los demonios y los infiernos, porque los hollaréis como esclavos y cárcel; vuestra la vida porque con ella ganáis la que nunca se acaba; vuestros los buenos placeres porque a Mí los referís; vuestras las penas porque por mi amor y provecho vuestro las sufrís; vuestras las tentaciones, porque son mérito y causa de vuestra eterna corona; vuestra es la muerte porque os será el más cercano tránsito a la vida. Y todo esto tenéis en Mí y por Mí; porque lo gané no para Mí solo, ni lo quiero gozar yo solo; porque cuando tomé compañía en la carne con vosotros, la tomé en haceros participantes en lo que yo trabajase, ayunase, comiese, sudase y llorase y en mis dolores y muertes, si por vosotros no queda. ¡No sois pobres los que tanta riqueza tenéis, si vosotros con vuestra mala vida no la queréis perder a sabiendas!