ETRADA 128 MORTIFICACIÓN CRISTIANA.
La Nueva Enciclopedia Católica, define así el término ‘Mortificación’: “Freno
deliberado a los impulsos naturales con el fin de ayudar a la persona a
alcanzar la santidad, obedeciendo a la razón iluminada por la fe”.
Y San Josemaría le llama acertadamente: ORACIÓN DE LOS SENTIDOS.
¿Por qué se hacen estas
mortificaciones? nos preguntamos:
La
penitencia y la mortificación son una parte pequeña pero esencial de la vida
cristiana. Jesucristo ayunó durante cuarenta días en preparación de su
ministerio público. La mortificación nos ayuda a resistir nuestra tendencia
natural a la comodidad personal, que tantas veces nos impide responder a la
llamada cristiana a amar a Dios y a servir al prójimo por amor de Dios. Además,
esas molestias voluntariamente aceptadas unen al cristiano con Jesucristo y con
los sufrimientos que él voluntariamente aceptó para redimirnos del pecado.
A la mortificación, el papel que ésta juega en la vida de los
miembros del Opus Dei es muy secundario. Lo primero, para cualquier
católico, es amar a Dios y al prójimo.
En coherencia con su propósito de integrar la fe y la vida secular, el Opus Dei
enfatiza los pequeños sacrificios, más que los grandes: seguir trabajando
cuando uno está cansado, tratar de ser puntual, prescindir de algo que a uno le
gusta en la comida o en la bebida, no
quejarse.
La conversión comienza en nuestro interior, --la que se limita a apariencias externas no
es verdadera conversión--. Uno no se
puede oponer al pecado en cuanto ofensa
a Dios, sino con un acto verdaderamente
bueno, acto de virtud, con el que se arrepiente de aquello con lo
que ha contrariado la voluntad de Dios y busca activamente eliminar ese
desarreglo con todas sus consecuencias. En eso consiste la virtud de la
penitencia.
«La
penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno,
una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una
aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido.
Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la
esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia»
RECORDEMOS QUE SOLOS NO PODEMOS, PERO CON LA AYUDA DE JESUCRISTO LO PODEMOS
TODO.
La
penitencia no es una obra exclusivamente humana, es primeramente una obra de la gracia de Dios
que hace volver a él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos
convertiremos”. Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo».
(Catecismo,
1432).
La conversión (como acto de fe que es repetido de acuerdo a cada
quien pocas o muchas veces) nace del corazón, pero no se queda encerrada en el
interior del hombre, sino que fructifica en obras externas, poniendo en juego a
la persona entera, cuerpo y alma. Entre ellas destacan, en primer lugar, las
que están incluidas en la celebración de la Eucaristía y las del Sacramento de
la Penitencia, que Jesucristo instituyó para que saliéramos victoriosos en la
lucha contra el pecado.
Además,
el cristiano tiene otras muchas formas de poner en práctica su deseo de
conversión. «La Escritura y los antiguos Padres de la Iglesia insisten sobre todo en tres formas: EL
AYUNO, LA ORACIÓN Y LA LIMOSNA que expresan la conversión con relación a sí
mismo, con relación a Dios y con relación a los demás» (Catecismo, 1434). A esas
tres formas se reconducen, de un modo u otro, todas las obras que nos permiten
rectificar el desorden del pecado.
Con el ayuno se entiende no sólo la renuncia moderada al gusto
en los alimentos, sino también todo lo que supone exigir al cuerpo y no darle
gusto con el fin de dedicarnos a lo que Dios nos pide para el bien de los demás
y el propio. Como oración podemos entender toda aplicación de nuestras
facultades espirituales –inteligencia, voluntad, memoria– a unirnos a nuestro
Padre en conversación familiar e íntima.
Con relación a los demás, la limosna no es sólo dar dinero u otros bienes
materiales a los necesitados, sino también otros tipos de donación: compartir
el propio tiempo, cuidar a los enfermos, perdonar a los que nos han ofendido,
corregir al que lo necesita para rectificar, dar consuelo a quien sufre, y
otras muchas manifestaciones de entrega a los demás.
Durante
la Cuaresma, cada viernes, en memoria de
la muerte del Señor la práctica penitencial del ayuno y la abstinencia son un
ejemplo de mortificación que agrada mucho a Dios, y que nos va recordando a lo
largo de estos cuarenta días el que debamos de llegar bien preparados a los
días santos.
Dando
vuelta a la página, meditemos: Entre los actos del penitente, la contrición
aparece en primer lugar. Es una
detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar. Es
DOLOR EN NUESTRA ALMA.
«La contrición llamada “imperfecta” (o
“atrición”) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de
la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna
y de las demás penas con que es amenazado el pecador. ES DOLOR DE NUESTRA
RAZÓN. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución
interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la ABSOLUCIÓN SACRAMENTAL.
En el Antiguo Testamento
vemos, (como en otras religiones), las prácticas penitenciales estaban
arraigadas en el pueblo de Israel. La oración, la limosna, el ayuno, la ceniza
sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco y áspero, llamado vestido de
saco, eran algunos de los muchos modos que tenían los israelitas de mostrar su
deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios. Hubo grandes mortificaciones,
de pueblos enteros, con su monarca al frente. (ninivitas con la prédica de
Jonás).
Jesús, que, como unánimemente señalan historiadores
y estudiosos de la Escritura, centró el contenido de su predicación en el Reino
de Dios, exige también la conversión como parte esencial del anuncio del Reino:
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed
en el Evangelio» (Mc 1,15). La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama
significa el cambio profundo de corazón. Pero también significa cambiar la vida
en coherencia con ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia. Es
decir, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos
y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente que Reino de Dios
y penitencia no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt 4,2), renunció a la
comodidad de un lugar estable donde reposar, LAS ZORRAS TIENEN SUS MADRIGUERAS
Y LAS AVES SUS NIDOS PERO EL HIJO DEL HOMBRE NO TIENE DONDE REPOSAR LA CABEZA (Mt
8,20), pasó noches enteras en oración (Lc, 6,12) y, sobre todo, entregó
voluntariamente su vida en la cruz.
Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus
enseñanzas, entendieron que seguir a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San
Lucas es el evangelista que más subraya cómo el cristiano debe vivir como
Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús había pedido a sus
discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que
tome su cruz cada día, y que me siga».
Mortificación en conformidad con la
enseñanza de Jesús
De este modo, los primeros cristianos continuaron
acudiendo al templo a rezar (Hch 3,1) y siguieron practicando las obras de
penitencia, como por ejemplo el ayuno (Hch 13,2-3), si bien en conformidad con
la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los
hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En
verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes,
perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas,
sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te
recompensará» (Mt 6,16-18).
Sin embargo, a la luz del valor de la
muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus
pecados, los cristianos entendieron que las prácticas penitenciales, sobre todo
el ayuno, la oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban
a la conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de
participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con Él. Así se encuentra en
los escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de
Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue
viviendo en la Iglesia.
Estamos en tiempos en los que ser
católico tradicional es menos usual cada día. Por lo contrario vemos en el
Sínodo alemán, que por lo visto recién terminó llegando a conclusiones
totalmente fuera de la Doctrina Cristiana, pues admite como normal y no
pecaminoso nada menos que el pecado de sacrilegio. Se trata de herejías. Lo que
equivocadamente pretenden es tener menor pérdida de fieles, y de recuperar
algunos que se han alejado por encontrar difícil el cumplir con lo tradicional
de nuestra religión e irse por el camino fácil, haciéndose de la vista gorda de
las verdades que Cristo predicó, reveló y enseñó. Buscan a los adictos a lo
“ligth”, a lo que no obliga, a lo que no compromete, a lo que NO MORTIFICA en
lo más mínimo, y por lo tanto no es cristiano.
Buscan: -El no celibato en los sacerdotes.
-La bendición de parejas
homosexuales y de otras denominaciones.
-El dar la comunión a personas
en pecado mortal. Que es pecado
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