MORTIFICACIÓN CRISTIANA.
Lo primero que nos planteamos es
que en la religión cristiana, no hay masoquismo, y por supuesto no encontramos
en el dolor un placer especial.
En nuestra religión el ejemplo
del sacrificio, lo vemos siempre en la vida de Jesús, Él mismo nos enseña que debemos de tomar
nuestra cruz de cada día, por lo que nos conviene meditar sobre lo que esto
tiene como significado, y encontramos que continuamente nos enfrentamos a
contrariedades en la vida diaria, como escuchar a personas que no nos comunican
cuestiones agradables, combatir nuestro cansancio, terminar cosas arduas de
trabajo o quehaceres, el concentrarnos, por ejemplo en el estudio, la
investigación, el poner atención en la Santa Misa, aguantar a los hijos o al
cónyuge, a hermanos, que a veces son impertinentes, o compañeros de trabajo,
vecinos exigentes que se quejan de una ramita de nuestra casa que se les pasa a
la suya, el prescindir de algún dinero
para donarlo a una causa buena, y de ayuda a los pobres o enfermos.
Estas y muchas otras más son las
mortificaciones del cristiano, que tenemos que saber vivir con alegría, en
especial porque se las ofrecemos al Señor por amor.
El Catecismo de la Iglesia
Católica, nos enseña que: la moral exige
el respeto a la vida corporal, pero no hace de ello un valor absoluto. Se opone
a una concepción neo-pagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a
sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Debemos
saber conformarnos con las condiciones que el Señor ha querido que sean
características nuestras, y cuidar de la salud, alejándonos de los vicios que
destruyen mente y cuerpo, el mejor regalo que hemos podido recibir del señor es
nuestra alma espiritual, y el cuerpo que tenemos. Con estos conceptos debemos
de tomar nota de que el tener un cuerpo sano, que fortalecido por las buenas
costumbres alimentarias, el ejercicio metódico o la práctica de deportes, no
solo es bueno, sino aconsejable. Lo tenemos que considerar como algo que
realizamos en agradecimiento al Creador, que nos lo ha dado, y que mientras
mejor cuidemos de él mejor cumplimos su voluntad.
Debemos de esforzarnos en la vida
espiritual, amando al prójimo, obteniendo conocimientos, buenas costumbres,
participando en la vida comunitaria, y en cuanto a la vida corporal, el hacer
algunos sacrificios como el ayuno, sin que sea perjudicial a la salud.
En las vidas de los santos encontramos que
algunos han usado cilicios que ofrecían como mortificación, no se hacían mal al
cuerpo, considerándose como oración no
solo del cuerpo, sino de cuerpo y alma. Por lo que la Iglesia los permite,
siempre que no dañen la salud, pero no los exige, ni impone. Ahora, bien,
siempre estará presente en nosotros que Jesucristo sufrió grandes penas corporales
por amor a nosotros, para lucrarnos la posibilidad de entrar en el Cielo por la
eternidad.
La
“santidad en la vida ordinaria” que predica el Opus Dei, hace que los
sacrificios más importantes sean los propios de la vida ordinaria: sonreír
cuando se está cansado, acompañar a una persona en un trayecto, no retrasar un
trabajo aunque aparezca la desgana.
La Nueva Enciclopedia Católica, define así el término ‘Mortificación’: “Freno deliberado a los impulsos naturales
con el fin de ayudar a la persona a alcanzar la santidad, obedeciendo a la
razón iluminada por la fe”.
El
Catecismo de la Iglesia señala: “El único sacrificio perfecto es el que ofreció
Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación .
Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para
Dios”. Lo que se puede traducir en “vida sacrificada, u ofrecida a Dios” y que
significa esto, claramente lo vemos en la predicación de San Josemaría en
relación a la santificación de la vida ordinaria.
El Papa San Juan XXIII, que dedicó
una encíclica a la penitencia, decía: “Ningún cristiano puede crecer en
santidad, ni el cristianismo en vigor, sino por la penitencia. Por eso en
nuestra Constitución Apostólica que proclamó la convocatoria del Concilio
Vaticano II, urgimos a los fieles a prepararse espiritualmente para este
acontecimiento por medio de la oración y otras prácticas cristianas, y
señalamos que no pasaran por alto para ello la práctica de la mortificación
voluntaria”. Encíclica ‘Paenitentiam Agere’
(De la necesidad de la penitencia interior y exterior), 1 de Julio de 1962.
¿Por qué se hacen estas
mortificaciones? nos preguntamos:
La penitencia y la mortificación son una parte pequeña pero
esencial de la vida cristiana. Jesucristo ayunó durante cuarenta días en
preparación de su ministerio público. La mortificación nos ayuda a resistir
nuestra tendencia natural a la comodidad personal, que tantas veces nos impide
responder a la llamada cristiana a amar a Dios y a servir al prójimo por amor
de Dios. Además, esas molestias voluntariamente aceptadas unen al cristiano con
Jesucristo y con los sufrimientos que él voluntariamente aceptó para redimirnos
del pecado.
El monje masoquista de El Código Da Vinci, que
quiere el dolor en sí mismo, no tiene nada que ver no con la mortificación
cristiana.
A pesar de la morbosa atención que
le presta el El Código Da Vinci .
A la mortificación, el papel que ésta juega en la vida de los
miembros del Opus Dei es muy secundario. Lo primero, para cualquier católico, es amar a Dios y al prójimo. En coherencia con
su propósito de integrar la fe y la vida secular, el Opus Dei enfatiza los
pequeños sacrificios, más que los grandes: seguir trabajando cuando uno está cansado, ser puntual, prescindir de algo que a uno le
gusta en la comida o en la bebida, no
quejarse.
La
conversión comienza en nuestro interior,
--la que se limita a apariencias externas no es verdadera conversión.--
Uno no se puede oponer al pecado en
cuanto ofensa a Dios, sino con un acto
verdaderamente bueno, acto de virtud, con el que se arrepiente de aquello con lo que
ha contrariado la voluntad de Dios y busca activamente eliminar ese desarreglo
con todas sus consecuencias. En eso consiste la virtud de la penitencia.
«La penitencia interior es una reorientación radical de toda la
vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura
con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones
que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de
cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la
ayuda de su gracia» (Catecismo,
1431).
La penitencia no es una obra exclusivamente humana, un reajuste
interior fruto de un fuerte dominio de sí mismo, que pone en juego todos los
resortes del conocimiento propio y una serie de decisiones enérgicas. «La
conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él
nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” . Dios es quien
nos da la fuerza para comenzar de nuevo» ( Catecismo,
1432).
La
conversión ( como acto de fe que es repetido de acuerdo a cada quien pocas o
muchas veces) nace del corazón, pero no se queda encerrada en el interior del
hombre, sino que fructifica en obras externas, poniendo en juego a la persona
entera, cuerpo y alma. Entre ellas destacan, en primer lugar, las que están
incluidas en la celebración de la Eucaristía y las del sacramento de la
Penitencia, que Jesucristo instituyó para que saliéramos victoriosos en la
lucha contra el pecado.
Además, el cristiano tiene otras muchas formas de poner en
práctica su deseo de conversión. «La Escritura y los antiguos Padres de la Iglesia insisten sobre todo en tres formas:
el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí
mismo, con relación a Dios y con relación a los demás» (Catecismo, 1434). A esas
tres formas se reconducen, de un modo u otro, todas las obras que nos permiten
rectificar el desorden del pecado.
Con el
ayuno se entiende no sólo la renuncia moderada al gusto en los alimentos, sino
también todo lo que supone exigir al cuerpo y no darle gusto con el fin de
dedicarnos a lo que Dios nos pide para el bien de los demás y el propio. Como
oración podemos entender toda aplicación de nuestras facultades espirituales
–inteligencia, voluntad, memoria– a unirnos a nuestro Padre en conversación familiar e íntima. Con
relación a los demás, la limosna no es sólo dar dinero u otros bienes
materiales a los necesitados, sino también otros tipos de donación: compartir
el propio tiempo, cuidar a los enfermos, perdonar a los que nos han ofendido,
corregir al que lo necesita para rectificar, dar consuelo a quien sufre, y
otras muchas manifestaciones de entrega a los demás.
La Iglesia nos impulsa a las obras de penitencia especialmente
en algunos momentos, que nos sirven además para ser más solidarios con los
hermanos en la fe. «Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año
litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del
Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia» (Catecismo, 1438).
Entre los actos del penitente,
la contrición aparece en primer lugar. Es “un dolor del alma” y una detestación
del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar.
«Cuando brota del amor de Dios
amado sobre todas las cosas, la contrición se llama “contrición perfecta” (contrición
de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también
el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir
tan pronto sea posible a la confesión sacramental» (Catecismo, 1452).
«La contrición llamada
“imperfecta” (o “atrición”) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu
Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la
condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal
conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que
culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin
embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los
pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia» (Catecismo, 1453)
En el Antiguo Testamento
vemos, ( como en otras religiones), las prácticas penitenciales estaban
arraigadas en el pueblo de Israel. La oración, la limosna, el ayuno, la ceniza
sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco y áspero, llamado vestido de
saco, eran algunos de los muchos modos que tenían los israelitas de mostrar su
deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios.
Jesús,
que, como unánimemente señalan historiadores y estudiosos de la Escritura,
centró el contenido de su predicación en el Reino de Dios, exige también la
conversión como parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido
y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc
1,15). La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama significa el cambio
profundo de corazón. Pero también significa cambiar la vida en coherencia con
ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia . Es decir, hacer
penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos. De
hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente que Reino de Dios y penitencia
no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt 4,2), renunció a la comodidad de un
lugar estable donde reposar (Mt 8,20), pasó noches enteras en oración (Lc 6,12)
y, sobre todo, entregó voluntariamente su vida en la cruz.
Los
primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir
a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que más
subraya cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada
día, como Jesús había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás
de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga».
Mortificación en conformidad con la
enseñanza de Jesús
De
este modo, los primeros cristianos continuaron acudiendo al templo a rezar (Hch
3,1) y siguieron practicando las obras de penitencia, como por ejemplo el ayuno
(Hch 13,2-3), si bien en conformidad con la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis
no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que
los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su
recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para
que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto;
y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,16-18).
Sin embargo, a la luz del valor de la muerte de
Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus pecados, los
cristianos entendieron que las prácticas penitenciales, sobre todo el ayuno, la
oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban a la
conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de
participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con Él. Así se encuentra en
los escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de
Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue
viviendo en la Iglesia.
Compiló Jorge Casas y Sánchez.
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