sábado, 27 de julio de 2019

LA MORTIFICACIÓN EN LA RELIGIÓN CATÓLICA


MORTIFICACIÓN CRISTIANA.   



Lo primero que nos planteamos es que en la religión cristiana, no hay masoquismo, y por supuesto no encontramos en el dolor un placer especial.



En nuestra religión el ejemplo del sacrificio, lo vemos siempre en la vida de Jesús,  Él mismo nos enseña que debemos de tomar nuestra cruz de cada día, por lo que nos conviene meditar sobre lo que esto tiene como significado, y encontramos que continuamente nos enfrentamos a contrariedades en la vida diaria, como escuchar a personas que no nos comunican cuestiones agradables, combatir nuestro cansancio, terminar cosas arduas de trabajo o quehaceres, el concentrarnos, por ejemplo en el estudio, la investigación, el poner atención en la Santa Misa, aguantar a los hijos o al cónyuge, a hermanos, que a veces son impertinentes, o compañeros de trabajo, vecinos exigentes que se quejan de una ramita de nuestra casa que se les pasa a la suya,  el prescindir de algún dinero para donarlo a una causa buena, y de ayuda a los pobres o enfermos.



Estas y muchas otras más son las mortificaciones del cristiano, que tenemos que saber vivir con alegría, en especial porque se las ofrecemos al Señor por amor.

El Catecismo de la Iglesia Católica, nos enseña que: la moral  exige el respeto a la vida corporal, pero no hace de ello un valor absoluto. Se opone a una concepción neo-pagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Debemos saber conformarnos con las condiciones que el Señor ha querido que sean características nuestras, y cuidar de la salud, alejándonos de los vicios que destruyen mente y cuerpo, el mejor regalo que hemos podido recibir del señor es nuestra alma espiritual, y el cuerpo que tenemos. Con estos conceptos debemos de tomar nota de que el tener un cuerpo sano, que fortalecido por las buenas costumbres alimentarias, el ejercicio metódico o la práctica de deportes, no solo es bueno, sino aconsejable. Lo tenemos que considerar como algo que realizamos en agradecimiento al Creador, que nos lo ha dado, y que mientras mejor cuidemos de él mejor cumplimos su voluntad.



Debemos de esforzarnos en la vida espiritual, amando al prójimo, obteniendo conocimientos, buenas costumbres, participando en la vida comunitaria, y en cuanto a la vida corporal, el hacer algunos sacrificios como el ayuno, sin que sea perjudicial a la salud.



 En las vidas de los santos encontramos que algunos han usado cilicios que ofrecían como mortificación, no se hacían mal al cuerpo, considerándose como oración no solo del cuerpo, sino de cuerpo y alma. Por lo que la Iglesia los permite, siempre que no dañen la salud, pero no los exige, ni impone. Ahora, bien, siempre estará presente en nosotros que Jesucristo sufrió grandes penas corporales por amor a nosotros, para lucrarnos la posibilidad de entrar en el Cielo por la eternidad.



La “santidad en la vida ordinaria” que predica el Opus Dei, hace que los sacrificios más importantes sean los propios de la vida ordinaria: sonreír cuando se está cansado, acompañar a una persona en un trayecto, no retrasar un trabajo aunque aparezca la desgana.



La Nueva Enciclopedia Católica,  define así el término ‘Mortificación’:  “Freno deliberado a los impulsos naturales con el fin de ayudar a la persona a alcanzar la santidad, obedeciendo a la razón iluminada por la fe”.

El Catecismo de la Iglesia señala: “El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación . Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios”. Lo que se puede traducir en “vida sacrificada, u ofrecida a Dios” y que significa esto, claramente lo vemos en la predicación de San Josemaría en relación a la santificación de la vida ordinaria.

El Papa San Juan XXIII, que dedicó una encíclica a la penitencia, decía: “Ningún cristiano puede crecer en santidad, ni el cristianismo en vigor, sino por la penitencia. Por eso en nuestra Constitución Apostólica que proclamó la convocatoria del Concilio Vaticano II, urgimos a los fieles a prepararse espiritualmente para este acontecimiento por medio de la oración y otras prácticas cristianas, y señalamos que no pasaran por alto para ello la práctica de la mortificación voluntaria”. Encíclica ‘Paenitentiam Agere’ (De la necesidad de la penitencia interior y exterior), 1 de Julio de 1962.



¿Por qué se hacen estas mortificaciones?  nos preguntamos:

La penitencia y la mortificación son una parte pequeña pero esencial de la vida cristiana. Jesucristo ayunó durante cuarenta días en preparación de su ministerio público. La mortificación nos ayuda a resistir nuestra tendencia natural a la comodidad personal, que tantas veces nos impide responder a la llamada cristiana a amar a Dios y a servir al prójimo por amor de Dios. Además, esas molestias voluntariamente aceptadas unen al cristiano con Jesucristo y con los sufrimientos que él voluntariamente aceptó para redimirnos del pecado.



 El monje masoquista de El Código Da Vinci, que quiere el dolor en sí mismo, no tiene nada que ver no con la mortificación cristiana.

A pesar de la morbosa atención que le presta el  El Código Da Vinci .



A la mortificación,  el papel que ésta juega en la vida de los miembros del Opus Dei es muy secundario. Lo primero, para cualquier católico,  es amar a Dios y al prójimo. En coherencia con su propósito de integrar la fe y la vida secular, el Opus Dei enfatiza los pequeños sacrificios, más que los grandes:  seguir trabajando cuando uno está cansado,  ser puntual, prescindir de algo que a uno le gusta en la comida o en la bebida,  no quejarse.



La conversión comienza en nuestro interior,  --la que se limita a apariencias externas no es verdadera conversión.-- Uno no se puede oponer al pecado  en cuanto ofensa a Dios,  sino con un acto verdaderamente bueno,  acto de virtud,  con el que se arrepiente de aquello con lo que ha contrariado la voluntad de Dios y busca activamente eliminar ese desarreglo con todas sus consecuencias. En eso consiste la virtud de la penitencia.

«La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (Catecismo, 1431).

La penitencia no es una obra exclusivamente humana, un reajuste interior fruto de un fuerte dominio de sí mismo, que pone en juego todos los resortes del conocimiento propio y una serie de decisiones enérgicas. «La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” . Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo» ( Catecismo, 1432).

La conversión ( como acto de fe que es repetido de acuerdo a cada quien pocas o muchas veces) nace del corazón, pero no se queda encerrada en el interior del hombre, sino que fructifica en obras externas, poniendo en juego a la persona entera, cuerpo y alma. Entre ellas destacan, en primer lugar, las que están incluidas en la celebración de la Eucaristía y las del sacramento de la Penitencia, que Jesucristo instituyó para que saliéramos victoriosos en la lucha contra el pecado.

Además, el cristiano tiene otras muchas formas de poner en práctica su deseo de conversión. «La Escritura y los antiguos Padres de la  Iglesia insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna, que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás» (Catecismo, 1434). A esas tres formas se reconducen, de un modo u otro, todas las obras que nos permiten rectificar el desorden del pecado.

Con el ayuno se entiende no sólo la renuncia moderada al gusto en los alimentos, sino también todo lo que supone exigir al cuerpo y no darle gusto con el fin de dedicarnos a lo que Dios nos pide para el bien de los demás y el propio. Como oración podemos entender toda aplicación de nuestras facultades espirituales –inteligencia, voluntad, memoria– a unirnos a nuestro Padre  en conversación familiar e íntima. Con relación a los demás, la limosna no es sólo dar dinero u otros bienes materiales a los necesitados, sino también otros tipos de donación: compartir el propio tiempo, cuidar a los enfermos, perdonar a los que nos han ofendido, corregir al que lo necesita para rectificar, dar consuelo a quien sufre, y otras muchas manifestaciones de entrega a los demás.

La Iglesia nos impulsa a las obras de penitencia especialmente en algunos momentos, que nos sirven además para ser más solidarios con los hermanos en la fe. «Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia» (Catecismo, 1438).



Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es “un dolor del alma” y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar.



«Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama “contrición perfecta” (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental» (Catecismo, 1452).



«La contrición llamada “imperfecta” (o “atrición”) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia» (Catecismo, 1453)

En el Antiguo  Testamento  vemos, ( como en otras religiones), las prácticas penitenciales estaban arraigadas en el pueblo de Israel. La oración, la limosna, el ayuno, la ceniza sobre la cabeza, el vestido de un tejido tosco y áspero, llamado vestido de saco, eran algunos de los muchos modos que tenían los israelitas de mostrar su deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios.

Jesús, que, como unánimemente señalan historiadores y estudiosos de la Escritura, centró el contenido de su predicación en el Reino de Dios, exige también la conversión como parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama significa el cambio profundo de corazón. Pero también significa cambiar la vida en coherencia con ese cambio de corazón y dar un fruto digno de penitencia . Es decir, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar con su vida penitente que Reino de Dios y penitencia no se pueden separar. Practicó el ayuno (Mt 4,2), renunció a la comodidad de un lugar estable donde reposar (Mt 8,20), pasó noches enteras en oración (Lc 6,12) y, sobre todo, entregó voluntariamente su vida en la cruz.

Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que más subraya cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga».

Mortificación en conformidad con la enseñanza de Jesús

De este modo, los primeros cristianos continuaron acudiendo al templo a rezar (Hch 3,1) y siguieron practicando las obras de penitencia, como por ejemplo el ayuno (Hch 13,2-3), si bien en conformidad con la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,16-18).

Sin embargo, a la luz del valor de la muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus pecados, los cristianos entendieron que las prácticas penitenciales, sobre todo el ayuno, la oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban a la conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con Él. Así se encuentra en los escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo en la Iglesia.

Compiló Jorge Casas y Sánchez.

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